martes, 3 de septiembre de 2013

La inundacion - Ezequiel Martinez Estrada

Imagen de Ezequiel Martínez Estrada cuento la inundación
El cuento "La inundación" fue tomado del libro 70 años de narrativa argentina: 1900/1970, Ed. Alianza.
Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) fue un biógrafo, narrador, poeta, dramaturgo y ensayista argentino, nacido en San José de la Esquina, Santa Fe. Durante un período de cinco años fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Recibió dos veces el Premio Nacional de Literatura, y el reconocimiento le llegó principalmente con sus ensayos La cabeza de Goliat y Radiografía de la Pampa.

 

La inundación


Nadie imaginó que en aquella iglesia cupiera tanta gente ni que alguna vez hubiesen de ser invadidas sus naves por una horda de vecinos pacíficos, capaces ahora de los mayores excesos. Lo cierto es que no menos de mil doscientas personas, contando los niños de pecho, estaban allí hacinados, durmiendo en el suelo, sobre bancos y al pie de los altares, preparándose sus comidas en improvisados hornillos, satisfaciendo con naturalidad las necesidades apremiantes de la vida y abandonándose a extremos y desórdenes de la promiscuidad y la desesperación. Todavía estaba sin terminar el interior de la iglesia y las fachadas sin revestir; paneles, columnas, zócalos, mostraban como tejidos desollados los ladrillos y el grosero material de la construcción que habría de desaparecer pronto bajo mármoles y estucos. Pendían aún los andamios contra las paredes y se notaba que el trabajo se interrumpió en forma inesperada.
Sin embargo, estaban colocadas ya en sus hornacinas y peanas las imágenes y concluida la instalación del inmenso órgano, que abarcaba toda la pared testera, cerrando el coro una baranda de cedro labrada y esculpida con primor. Los colosales tubos plateados brillaban a semejanza de blandones en un candelabro apocalíptico. El altar mayor y el púlpito estaban concluidos también. Desde el año anterior se oficiaba misa, y en aquel púlpito del padre Demetrio se quejó infinidad de veces de la endeble y tibia fe de los habitantes de General Estévez. Le era imposible congregar los domingos a más de cincuenta personas, siempre las mismas. Ahora estaba ahí el pueblo entero, con lo que habían podido llevar consigo, aglomerados, forzosamente guarecidos bajo la triple y enorme bóveda del templo, tal como lo presagiara un día de cólera el sacerdote; es decir, impelidos por un desastre de bíblica magnitud.
Ornaban los vitrales, iluminadas por la tenue luz del exterior, escenas de la vida de San Julián, a quien se consagró la iglesia grande y suntuosa como una catedral. Lo demás era un horror. Familias íntegras formaban pequeños campamentos, separadas entre sí por cortinas hechas con frazadas o sábanas tendidas de cuerdas y alambres, que aprovechaban para secar la ropa. El humo de los braseros y del tabaco y el vaho de las cacerolas y de las ropas que se usaban, todavía húmedas, formaban una densa atmósfera que oprimía el pecho, bien distinta de la nube angélica del incienso que solía quemarse, fuera de las ceremonias, para amortiguar la acritud de las emanaciones de tantos seres y objetos apiñados.
Hacía una semana que estaban allí, refugiados de la inundación, que había cubierto casi completamente el pueblo. El agua formaba una inmensa laguna y no se veían pájaros, ni siquiera cerca de la iglesia. Tras una sequía de tres meses, que obligó a llevar los ganados muy lejos, desbordó el río Largo como desde cincuenta años no se tenía noticia. A los tres días de lluvia diluviana salió del cauce y se volcó en la hondonada, donde alzábase la población. A la distancia se veían los techos y los molinos, las copas de los árboles y maderas y enseres boyantes.
Los vecinos huyeron despavoridos, a pie, transportando en carros y jardineras lo que pudieron cargar en el apuro. No menos de sesenta vehículos cargados de víveres, ropas y vituallas de toda clase. De muchos sólo quedaban las ruedas y los herrajes, porque les arrancaron la madera para hacer fuego. Los caballos pastaban sueltos, sin que se apartaran mucho de los carros, debajo de los cuales los perros se guarecían en lo más recio de los chaparrones.
Al ir llegando a la iglesia la caravana, el padre Demetrio quedó aturdido. En vano intentó oponerse a que tuvieran asilo en ella los fugitivos. Al principio rogaron con humildad, y al fin exigieron. Bajo la llovizna que caía lenta, insistentemente, hombres y mujeres comenzaron a rugir con igual fiereza. El padre Demetrio, anciano de setenta años, y el sacristán, don Pedro, más viejo todavía decidieron abrir de par en par las puertas. Tuvo la impresión el anciano sacerdote de una profanación en masa y como si la turba pasara con los botines cubiertos de barro sobre su cuerpo y sobre los santos objetos del culto. El alud penetró y fue ocupando los espacios libres, según la importancia que cada cual se atribuía. Las familias principales se instalaron en la sacristía, junto al altar mayor o en el coro; las más humildes en las naves laterales. Separados o contiguos, los vecinos de General Estévez conservaban incólumes sus viejos enconos, rivalidades y desprecios. Por lo cual encontrábanse en situaciones muy embarazosas cuando, por motivos apremiantes, habían de dirigirse la palabra aquéllos que durante años se negaron el saludo. El agua invadió las casas por igual, y el mismo instinto de conservación los reunió sin reconciliarlos. Otros, en cambio, reanudaron el trato, especialmente las mujeres. Y como los días y las noches eran interminables, hasta trabaron una segunda amistad.
La iglesia había sido construida sobre una colina, a tres kilómetros de General Estévez, yendo hacia Felipe Arana, que distaba cinco leguas, más o menos. Don Julián Fernández dejó un legado de toda su fortuna, al morir octogenario, para que se elevara allí mismo ese templo, que costaba dos millones de pesos, y para cuyo sostenimiento destinó los réditos de un millón, depositados en títulos. Allí, allí mismo, recibió él, volviendo de un viaje, una prueba inequívoca de la protección de su santo patrono. Al desbocarse los caballos de la volanta y destrozarla y matarse ellos, quedó ileso. Nadie se explicaba el hecho sino como un milagro, y él, poco a poco, fue aderezándolo, sin proponérselo, con presagios y ulteriores sueños que le confirmaron que era así.
Para edificar la iglesia, empezada cinco años antes, hubo de llevarse todo desde Buenos Aires: materiales y operarios. El envío de gente y de cosas ocupó casi totalmente las líneas férreas en todo ese lapso, y aún seguían llegando vagones y vagones con materiales. Ingenieros, arquitectos, artistas y artesanos vivían consagrados a la obra con una especie de obcecada devoción. Había albañiles de toda especialidad, carpinteros, cerrajeros, pintores, mosaiquistas, un mundo de personas constantemente en movimiento, como hormigas. Al comienzo se pensó que jamás se acabaría todo lo que se proyectaba hacer; ahora estaba hecho y en tres años más esplendería como una joya en la soledad del campo.
Aquella invasión de seres que parecían haber perdido el pudor y la razón, fue contemplada por el sacerdote como castigo del cielo y resultado natural de los pecados de incontinencia que todo el mundo sabía muy bien que cometió el testador. El primer día el padre Demetrio cayó en un estado de agobio y permaneció en su habitación, rezando de rodillas. Cuando don Pedro le ofreció el almuerzo, no contestó. Prorrumpió en insultos y en mutiladas frases en latín, que tanto podían ser fragmentos de oraciones como de invectivas dignas de los profetas. Don Pedro no atinaba a explicarse ese estado de abatimiento, acostumbrado a verlo más bien jovial y agradecido del Señor hasta por los sucesos más insignificantes. Le conocía desde muchísimos años, veinte al menos; desde cuando peregrinaba de un pueblo a otro con su bolsa de “linyera”. Un buen día se avino a la paz y al sosiego eclesiásticos, sin soñar que de la humilde capilla irían a residir en una iglesia que todos admiraban con estupor. El padre Demetrio lo acogió de buen grado, aunque con los años comenzó a tomarle aprensión por considerar excesivo su fervor en algunos días y venírsele a la memoria aquella antigua vida de andariego solitario, nunca explicada. Pero apóstoles y santos hubo que hicieron lo mismo, y de ahí que el padre Demetrio nunca se decidiese a despedirlo, ni siquiera en aquellos otros días en que era indudable que los diablos les desbarataban el humor. Se toleraban con indulgencia, convencidos de que se podía convivir sin afectos de ninguna especie. Nadie simpatizaba con ellos, y menos con el padre Demetrio, por su carácter irritable y huraño. La consecuencia era que muy pocos hombres concurrían a la iglesia, excepto en los funerales y ceremonias de pompa, y que las mujeres consideraban el deber de oír misa el domingo como uno de los ineludibles menesteres domésticos.
Ahora la desgracia los había obligado a pedir que se los albergara allí, quién sabe por cuánto tiempo, y a permanecer reunidos, como en una casa común, amigos o enemigos.
Trajeron víveres la semana pasada, principalmente galleta, y el carro volvió vacío a Felipe Arana. No pudo obtenerse que ni una de las familias se decidiera a partir cuando pudieron hacerlo; tal era la confianza en que pronto cesaría de llover. Ya no podían marchar ni recibir alimentos, porque los caminos y sobre todo el río Largo, que se interponía entre los pueblos más próximos y que había que vadear, lo imposibilitaban. Consumidas las pocas vacas lecheras, que era lo único que quedó de los rebaños, sacrificaron la mayor parte de la caballada que trajeron, y pronto tendrían que matar la restante. Aunque dos días antes cesara la lluvia, el cielo continuaba nublado, y a ratos se oía algún lejano y prolongado trueno, que parecía restallar en otro cielo separado de la tierra por la capa espesa de nubes.
Los primeros días rara vez entró el padre Demetrio en la iglesia. Sólo una mañana dijo misa y no obtuvo el respeto debido: muchos hablaban en voz alta; otros reprendían a los hijos; los menores chillaban y lloraban, y el alboroto crecía, amagando convertir el sagrado sacrificio en una pantomima. Hasta el sacerdote tuvo la sensación de que realizaba un simulacro sin sentido, si bien continuó el sacrificio hasta el final. Impartió la bendición y se fue, decidido a no repetir tan inútil auxilio espiritual.
Como coincidió que durante la misa arreciara la lluvia con furioso ímpetu, los ateos atribuyeron al padre Demetrio, un poco en broma, pero tomándolo en serio al final, la causa de tal calamidad. En los siguientes días olvidó esa mortificación y frecuentó las naves, movido por la piedad, por la curiosidad y por el deseo de comprobar cuál era el grado de destrozos que iban haciendo los huéspedes en los bancos y en las instalaciones. Removía las cortinas sin avisar y permanecía mudo ante cualquier escena, siempre inesperada, o contestaba con alguna frase lacónica de reproche más bien que de consuelo.
—Este chico está afiebrado, padre. ¿Cree que estará enfermo?
—El hijo con fiebre y el banco en el redondel de la cacerola. Pregúntele al médico.
A lo largo de los pasillos y entre los bancos y los altares se agolpaban los mayores, apretujados, en mangas de camisa los más y descalzos casi todos. Los zapatos no llegaban a secarse bien, cuando no quedaban encogidos, y era cosa de quitárselos y ponérselos, tanto iban al campo a mirar al cielo. Muchísimos bancos se apilaron para dejar mayor espacio libre, otros se acumularon contra las paredes de la entrada, donde había también tablas de andamios y cajones con mosaicos y lajas de mármol. Allí pusieron a secar maderas arrancadas de los carruajes para leña. Acercábanse los refugiados al padre Demetrio y porfiaban por hablarle; no tanto porque necesitaban respuestas reconfortantes, cuanto porque les parecía que no se portaba con solicitud y bondad suficiente. El padre amonestaba, compadecía o fijaba su mirada en el pecho de interlocutor con la misma remota indiferencia con que los observaba desde el púlpito. Al tercer día de asilo se mezclaron mujeres y hombres, que hasta entonces permanecieron, conforme lo hacían en la misa, unas a derecha y otros a izquierda, y eso fue para el sacerdote la prueba desfachatada de que habían olvidado hasta los escrúpulos elementales.
Afuera quedaron los perros, temblando de frío y empastados de barro hasta el lomo. Serían como doscientos, bajo la lluvia, enflaquecidos por el hambre y achicados por el agua. Iban de acá para allá, prorrumpían casi al mismo tiempo en lúgubres quejidos, arañaban con sus patas las paredes y las puertas o se peleaban sin necesidad. Cantidad de ellos, heridos a dentelladas, seguían gruñendo, desafiadores, después de lastimados. Buscaban amparo hasta en los lugares más absurdos: en los contrafuertes y en los quicios, contra los tapiales y en los restos de los carros desmantelados o se tendían con la cabeza entre las patas cavilando su abandono. En cuanto creían oír una voz conocida se levantaban y empezaban a ladrar o a aullar de nuevo, reiniciando la carrera habitual en torno de la iglesia. Terminaron por tomar cierto color plomizo, y los que murieron no estaban más flacos que los vivos. Emanaban un hedor que parecía penetrar en la iglesia a través de los anchos muros, porque no había otra ventilación que por la sacristía, que daba al patio, y los olores que entraban se adherían a las cosas, a los cuerpos, y persistían mucho tiempo en el ambiente, pegados a las mucosas de la nariz. Cuando por la noche rompían a aullar desde adentro les contestaban las mujeres con rezos para conjurar cualquier triste augurio o con imprecaciones que los hombres pronunciaban con más estentórea y nítida voz.
Entre los refugiados, y apartados de todos, estaban doña Ramona y su nieto Ángel, los mendigos del pueblo. La abuela tendría ochenta años y el nieto veintiuno. Éste representaba doce a lo sumo, porque el tifus, que lo atacó de chico, fue alelándolo y reteniéndolo en la niñez. Era demasiado corpulento para la edad que aparentaba, y el cabello lacio daba la impresión de que se le hubiera mojado y secado muchas veces. Hablaba poco y parecía que miraba con toda la cara, como los ciegos. De muchacho estudió en un colegio de jesuitas y era muy inteligente, pero los estragos del mal eran tan sensibles en su alma como en su cuerpo. Abuela y nieto se ubicaron en un rincón, entre los bancos y los tablones de los andamios. Proseguían allí su vida de pordioseros, casi indiferentes a lo que ellos y a los demás les ocurría. En el pueblo retiraban de las casas de comercio lo indispensable para subsistir, nunca dinero. De modo que, más o menos, estaban como antes, participando de las privaciones de todo el mundo. Junto a ellos, también en el rincón y tras un confesionario, se instaló un matrimonio extranjero, María y Bronislao, con una nena de seis meses. Eran húngaros, pero en el pueblo los conocían por “los rusos”. Llegaron dos años antes, y él trabajaba como repartidor de pan.
Doña Ernestina, la mujer del carpintero, lamentaba la pérdida de sus aves de corral, que creía reconocer flotando en la inmensa laguna y entre los heterogéneos objetos que sobrenadaban inmóviles.
No se hubiera creído que un pueblo tan chico y aparentemente deshabitado contuviera tanta gente. Hasta se sospechaba que estuviesen allí innumerables forasteros que nadie había visto, llegados acaso para aumentar las tribulaciones y el recelo. Con el trato obligado averiguaban quiénes eran y el mucho tiempo de residencia. Al fin, la impresión general fue de que todos se conocían o detestaban desde época remota. Con ellos, y en un rincón del crucero, se albergaba un médico español al que las autoridades locales permitieron ejercer la profesión sin revalidar su título. Se le respetaba porque atendía con amable asiduidad a sus enfermos, no reparando en velar toda la noche junto a ellos si el caso lo exigía, y porque era moderado en el cobro de honorarios. Tenía conciencia de la responsabilidad y orgullo de la profesión. Era un hábito elegante en él, siempre correctamente vestido, sostener el cigarrillo con tres dedos mientras hablaba, como si lo ofreciera al interlocutor. Las yemas de esos dedos estaban doradas por la nicotina.
Lo poco que hablaba el marido de doña Ernestina referíase a la clase de las maderas empleadas en la iglesia y a la obra de mano y a los trabajos rústicos: peldaños, andamiaje, pues poco le interesaban las tallas y taraceas. Aludía con ese motivo a sus herramientas y a las maderas de su taller, que sin duda habrían salido flotando por encima de los alambrados o estarían oxidándose en sus cajas. Su conversación con la esposa giraba en torno de tales temas, y si no hubiera sido porque la aflicción general tenía de sí sobrada importancia, habría explicado al pormenor lo que eso significaba para él.
En contraposición al carácter dócil de doña Ernestina, la esposa del jefe de la estación estaba constantemente malhumorada, como si supiera que el culpable de la calamidad era su marido y no encontrara la forma de decirlo. En general, eran las mujeres quienes estaban más mortificadas. Tenían que atender a todas las faenas, como de costumbre, aunque con menos comodidades, y a las exigencias de los maridos, que no consideraban el lugar en que se encontraban ni tenían miramientos de ninguna especie.
Comenzaba a preocupar la escasez de víveres, racionados ya al extremo y perjudicados por la humedad, y se presentía el próximo agotamiento. Sacrificaron las reses que les cedieron en las chacras vecinas y casi todos los caballos.
—Va escaseando la comida —aventuraba alguno—. Pronto tendremos que carnear los perros.
—Los perros nos van a comer a nosotros.
Casi convirtióse en un hábito salir a mirar en dirección a Felipe Arana, a pesar de que sabían muy bien que ningún socorro podía llegarles de aquella población mísera. ¿Y de dónde si no? ¿De Jagüel Viejo? Estaba a veinticinco leguas. Finalmente las miradas se levantaban desde los caminos fangosos y desde la laguna que sepultaba al pueblo, para recorrer el cielo siempre oscuro. A la izquierda, en dirección de la iglesia al pueblo inundado, circuido de una tapia de ladrillos sin revoque, estaba el cementerio. Destacábanse los ángeles, exactamente iguales todos, y los fastigios de los panteones. Desde la iglesia alcanzaban a verse las cruces sobre el agua.
El jefe de la estación conservaba su flemática importancia. Padecía de jaquecas intermitentes que lo obligaban a permanecer horas y horas tendido, con compresas que le abarcaban la frente y los ojos. Cuando no lo postraba el mal, salía, aunque lloviznara, a contemplar el vasto campo anegado y a respirar aire puro. Mas era imposible permanecer fuera largo rato, ya porque la tregua de la lluvia duraba poco, ya porque los perros se echaban sobre quienquiera que saliese, colocándoles las patas embarradas encima, implorantes y feroces. Dos días antes carnearon un caballo para ellos, y, sin esperar a que fuera trozado, arrebataron enormes pedazos que devoraban en tropel acometiéndose entre sí a mordiscos.
Cada vez resultaba más difícil abrir las puertas, pues los perros porfiaban por entrar, acosados por el hambre y la intemperie. Habían tragado ya los cueros y los huesos de los caballos y hasta los cadáveres de sus compañeros, respetados bastante tiempo. Ladraban, aullaban y escarbaban desesperados en el barro impregnado de sangre, como si hubiesen escondido antes su presa y no recordaran dónde. Al gritar en torno de la iglesia, iban en un remolino silencioso batiendo el barro hasta formar un picadero de lodo liso como una pista.
El padre Demetrio vino a las naves y fue rodeado por la muchedumbre que acaso esperaba de él cualquier milagro, o noticias que pudieran reanimarlos. Él mismo sintió como culpa suya el no poder prestar ningún auxilio a los desgraciados, el no tener nada que decirles y el carecer de valor para invocar los bienes de la fe en ese trance.
—Más duró el diluvio, que duró cuarenta días —dijo.
Ángel, el idiota, que escuchaba atentamente cada frase del anciano sacerdote, replicó con insólita vehemencia:
—Cuarenta días y cuarenta noches, hasta que el Señor acabó con los pecadores—
—¡Cuarenta días! —afirmó doña Ernestina—. Llevamos doce ¡Si volverá el diluvio!
—Por algo será —contestó el cura—. Saque usted a su chico de ese banco. Está ensuciando y echando a perder la iglesia entera.
—Padre, ¿cree usted que será un castigo de Dios?
—Hasta las velas de los altares han quitado. Vea usted: ese cirio es del altar.
—Tenemos que alumbrarnos. Casi ni de día se ve.
—La humedad echa a perder los fósforos.
—Nos ponemos la ropa todavía mojada.
—Pero para fumar y llenar el templo de asquerosidades sí hay fósforos.
—De noche no hay con qué alumbrarse.
—De noche hay que dormir y no meter el escándalo que ustedes hacen, ni comportarse como cerdos más bien que como cristianos.
—Entre los gritos de los chicos y los aullidos de los perros, vamos a enloquecernos, si usted no nos ampara.
—Siempre hay algún chico que se descompone de noche. Ya ve, padre, cómo estamos.
—¿Para qué se han metido ustedes aquí? Esta es la casa del Señor. Vean el piso... Caminando sobre los restos de la comida...
—Es un hueso.
—Ni las mondaduras de las papas han tirado afuera.
—Padre Demetrio, ¿no tendría usted un poco de alcohol? Rafaela tiene cólicos.
—Que la vea el médico.
Detrás del cura iba don Pedro, sin contestar a los que los interrogaban, con cierta solemne convicción de que también él había llegado a ser persona importante. La gente agolpábase, y era de temer que concluyera por agredirlos.
—Padre, usted podría hacer algo por nosotros —exclamó una anciana.
—¡Es un pecador, es un pecador, es un pecador! —irrumpió el idiota—. Por eso nos castiga Dios a todos.
El padre Demetrio se sobresaltó, lo miró fijamente, no con mirada tan firme y segura como la de su agresor, y juntó las manos con fuerza. Se hizo silencio y todos ciñeron al sacerdote, como si lo hubieran herido de muerte. Pero nadie habló en su defensa ni apartó al ofensor.
—Dios te perdone, porque eres un insensato. Y el sacerdote le hizo la señal de la cruz casi rozándole la cara.
—Es un pecador contra la Iglesia y el Evangelio —prosiguió Ángel, y comenzó a santiguar al cura. Este reaccionó en igual forma y parecía que ambos se disputaban, por la rapidez de los movimientos y el ahínco, la gloria de ver caer fulminado por Dios al adversario.
—Día llegará en que la cólera del Señor se manifestará con espanto.
—¡Afuera, afuera con Satanás! ¡Afuera este loco de la porra!
—Hará crujir los dientes a los perversos, y los sacerdotes impuros pagarán por ellos y por sus fieles.
El padre Demetrio proseguía sus exorcismos en latín y retrocedía en una retirada dificultosa. Muchos se le habían puesto detrás y no lo dejaban irse.
—Tiene Satanás, tiene Satanás, puerco hereje.
—Por algo lo dirá —se oyó a una mujer desde un ala de la nave.
—Quiso echarnos de aquí como a los perros.
—Escondió las velas para dejarnos morir a oscuras.
—Ayer nos maldijo a todos, porque los muchachos se metieron en su pieza.
—Ahí esconde la comida.
—¿Qué dices infeliz? —rugió el padre Demetrio, lanzándose sobre el idiota, que había cesado de hablar y, asiéndolo por los hombros:
—¡Vade retro!
El idiota había cambiado súbitamente de actitud. Con la cara lampiña de bobo, los ojos muy abiertos, comenzó a sollozar sin lágrimas, mirando siempre con fijeza al sacerdote, que mascullaba frases en latín, rojo y empañado el rostro de sudor. Sin soltar al idiota, miraba a uno y otro lado, comprendiendo que estaba sin protectores, solo entre la jauría humana. Alguien que había trepado al coro silbó y el silbido restalló como una víbora en el ámbito del templo. Otro produjo un ruido agraviante, soplándose con fuerza la palma de la mano. Las mujeres y los chicos lloraban; todos hablaban a la vez y, desde afuera, los perros, al oír la grita, levantaron aullidos lastimeros. Había quien increpaba al padre Demetrio y quien lo defendía. Pero don Pedro continuaba inmutable, firme y mudo, como si no supiera qué tenía que hacer en tales inusitadas circunstancias. El alboroto retumbaba en las bóvedas y en las paredes, rebotando y cayendo sobre los nuevos tumultos como olas sobre olas en la playa. El sacerdote fue conducido a la sacristía, sostenido del brazo por don Pedro. En la iglesia todos hablaban a un tiempo, culpando ahora al idiota que, protegido por la anciana, parecía ignorar por completo lo que había dicho. La abuela gritaba mientras le pasaba la mano por la cabeza: ¡Déjenlo, déjenlo; no son palabras de él, son palabras inspiradas!
Por unos segundos los refugiados se miraron entre sí como si se les hubiera dado una explicación satisfactoria del incidente; bancos atrás, el jefe de la estación, con sus compresas de agua fría en la frente y los ojos, seguía tendido e inmóvil, mojando a cada rato la toalla en un jarro colocado en el suelo.
Varios vecinos salieron para aplacar a los perros, y resultó que, aprovechando el descuido, entraron atropellando bancos, equipajes y personas con diabólica alegría. Cuando pudieron cerrar las puertas, casi todos los perros estaban dentro. Corrían gritando, en busca de sus amos. Saltaban por encima de los obstáculos y atravesaban como flechas los compartimientos formados por las cortinas de frazadas y sábanas. Se produjo un nuevo tumulto, peor que el anterior. Acometieron a puntapiés a los perros, más éstos se echaban sumisos ante los agresores sin reparar que fueran seres conocidos o no. Lamían la cara a los chicos y dejaban pegado el barro en todas partes. Los que no encontraron a sus amos se agazapaban bajo los bancos, o se refugiaban detrás de los andamios y los cajones, o penetraban en los confesionarios, para salir inmediatamente con renovados bríos. Si se intentaba echarlos con palos o tirándoles cosas, mostraban los dientes, y hubieran mordido de insistirse en el castigo. Muy pronto volvieron a sus jubilosas demostraciones, pasando del furor al regocijo inocente. Comenzaron a oliscar con apresurada ansiedad, a lamer las cacerolas, a husmear las valijas y las cestas, y acabaron por arrojarse contra ellas sin que nadie intentara contenerlos.
Era el atardecer. La luz difusa entraba suavemente por los vitrales, y las imágenes resplandecían en sus oros y piedras de colores con un fulgor mortecino. Humos y vahos esfumaban las vastas, nebulosas bóvedas velándolas con una niebla sucia y gris, muy semejante a la que cubría a veces el campo. Tan densa era la atmósfera, que parecía hacer vibrar los perfiles de los objetos lustrosos. En el altar mayor, a los lados del crucifijo, ardían dos cirios que constantemente se renovaban, pues los substraían antes de arder por completo. Se los mantenía encendidos día y noche como súplica silenciosa para que cesara la lluvia. La iglesia quedó inundada de un vago rumor, impregnada del olor de los perros mojados, que paulatinamente se aquietaban. Ese olor llegó a predominar sobre todos los demás, acres y punzantes, hasta provocar náuseas. Por momentos formábanse silencios compactos y abismales. En seguida oíase levantarse, como una ola ancha y oscura, el murmullo de las voces contritas o el musitar de las plegarias o el comentario de los hechos increíbles. Deploraban la afrenta al sacerdote y esperaban verle para pedirle perdón en nombre del idiota. Muchos temieron que el disgusto ocasionara la muerte del anciano, y no se sabía dónde estaba escondido.
Fuera, los perros que no pudieron entrar, ladraban sin cesar, rondaban la iglesia corriendo en tropel y raspaban con las patas y los hocicos las paredes y las puertas.
—Hay que echar a estos perros, o matarlos.
—Más bien hay que entrar a los otros. Llevan diez días bajo el agua.
En fin, se abrieron las puertas y entraron.
Ante la sorpresa de todos, se vio al anciano sacerdote subir, con fatiga de pena y vejez, la escalera que conducía al coro. Allí arriba permaneció unos minutos inmóvil; después se arrodilló para rezar. Todo el mundo lo observaba con curiosidad y respeto; hasta con simpatía. En seguida avanzó hacia el teclado del órgano, e inesperadamente resonó en la iglesia un canto profundo y trémulo, de sombrías y reverberantes voces que se fueron afinando y elevando, en un vuelo místico, hasta alcanzar las notas más altas del instrumento y de las posibilidades de la humana audición. La música sonó entonces como nunca se había oído, y las manos del ejecutante creaban un cántico de unción celestial, improvisado bajo las dolorosas emociones de la afrenta y del perdón. Los sonidos expurgaban lo que la voz del sacrílego mancó: las imágenes, las paredes, las columnas, las figuras coloreadas de los vitrales, corazones y objetos por igual. Extendíase la música sobre cada cosa y cada ser como un bálsamo, y purificaba el ambiente de tanto miasma y pecado, y superponía en la turbia luz crepuscular un fino epitelio vivo a todo lo sólido e inerte.
Luego todo quedó en sombra, apenas quebrada por el fulgor vibrante de las hachas del altar mayor; y al cesar las voces del órgano se percibió de nuevo aquel silencio compacto, húmedo, sombrío. Apenas se distinguían las imágenes de los vitrales, donde se historiaba la vida del santo hospitalario, y la lluvia reanudaba su precipitación con furia.
Una mujer, con voz muy apagada, le dijo a otra:
—Ernesto tiene fiebre, su frente quema la mano. ¿Quiere usted tomarle el pulso?
La otra mujer se aproximó al niño tendido sobre un cobertor, boca arriba, y le puso la mano en la frente. Más lejos se oía una voz: Moja esta toalla en el agua de la lluvia y tráemela pronto.
—¿Qué tienes? —preguntó la mujer al niño.
—Acá —contestó el chico tocándose la garganta.
Doña Ernestina se acercó:
—¿Tiene vinagre aromático?
—¿Para qué?
—Necesitaba.
—No traje ningún medicamento. Miel rosada, si usted quiere.
—Nadie ha traído medicamentos. A mí sólo se me ocurrió traer un frasco de yodo.
—Yo traje un frasco de jarabe. ¿Lo quiere?
El médico iba de un compartimiento a otro, pasando por debajo de las cortinas, revisando a los niños, pálido y agitado. No contestaba ninguna pregunta. Sólo decía como para sí: No hay elementos, no hay elementos. Es increíble. Al rato se lo vio sentado en el escalón de uno de los altarcitos, con la cabeza entre las manos. Cuando iban a buscarlo las mujeres, musitaba: Ya fui, ya fui; y no levantaba los ojos. Se llevaba las manos al cuello como si algo le molestara. Después se encaminó a la sacristía abriéndose paso entre la gente que, en voz baja, parecía inculparlo, como antes al cura, de todas las desdichas. Llamó a don Aniceto y le dio una hoja del recetario escrita, urgiéndolo a que partiera a caballo hasta jagüel Viejo. Era imposible vadear el largo para ir a Felipe Arana. Jagüel Viejo era un pueblo de sólo la estación y algunas casas.
Se oía conversar en lo alto, en el coro. Allí estaban numerosos hombres, que se retiraron de las naves para dejar mayor espacio. Los dos cirios de la súplica ardían con llamas rojizas, y alguna que otra vela iluminaba cuerpos de personas y de perros tendidos en el suelo. Hacía un calor inusitado. Las imágenes de cera, apenas alumbradas, parecían parpadear y tener las mejillas encendidas de fiebre. El Cristo del altar mayor, por la humedad que todo lo impregnaba, relucía como si lo bañara entero un mador que con la sangre de su Faz corría por los hombros, el pecho, los flancos brillantes y el vientre hundido, a lo largo de los muslos hasta los pies. La atmósfera oprimía las gargantas, la brasa de los cigarrillos se levantaba, ardía más vívida y bajaba de nuevo. Percibíase la respiración fatigada de los ancianos y de los niños, como un jadeo febril. Las noches eran peores que los días, infinitamente más largas y desoladas, aunque no ocurrieran escenas de desesperación. Así pasó la noche. La lluvia amainó.
Los húngaros, María y Bronislao, estaban despiertos, con la nena entre ellos. Se les había muerto mientras alborotaban el cura, el idiota y todos los demás. Todavía la madre, de vez en cuando, vertía en la boca de la criatura una cucharadita de té muy dulce. Los padres no hablaban y se habían unido, con la hija en medio, ocultándola. La madre la envolvió en una frazada, y así estuvieron toda la noche sin decirse una palabra. Había una agitación muy grande, aunque silenciosa. Mujeres y hombres iban de un lugar a otro con inquietud.
A la mañana siguiente dos criaturas habían fallecido. También ese día tuvieron que sepultar, algo más lejos de los niños, al médico. Lo encontraron detrás del altar mayor tendido y con el bisturí entre los dedos, como si sostuviera un cigarrillo ensangrentado. A todos se los sepultó cerca de la iglesia, donde los perros habían escarbado y enterrado comidas. A un metro de profundidad, la tierra estaba casi seca. Los sepultaron sin ataúd; a los niños amortajados con sus ropitas, las mismas que usaron.
El padre Demetrio subió al púlpito. Todos esperaban mortificados un largo sermón de reproche o de consuelo.
—Hijos míos: Dios nos prueba hasta el fin.
Fue lo único que dijo, y se tapó la cara con las manos. Sollozaba. Ángel lo miró desde el rincón de los andamios, con su mirada fija y blanda. Quiso hablar, pero sólo pudo balbucir palabras incoherentes, acaso injuriosas. La anciana repetía mecánicamente: Si tiene que hablar, hablará.
Mas el idiota sólo atinaba a mover la mandíbula inferior, como si estuviera bajo el influjo hipnótico de la figura del padre Demetrio, que permanecía aún en el púlpito cubriéndose el rostro. Después, el sacerdote se dispuso a descender, indeciso. La gente hablaba en voz baja; palabras y sollozos se ahogaban con pañuelos y manos. Los perros husmeaban constantemente, yendo y viniendo veloces. El padre Demetrio rogó con voz débil, mientras bajaba por la escalera del púlpito.
—Hijos míos: es preciso sacar del templo a los perros. Esto es un castigo de Dios por la nueva profanación de su casa.
Todos se miraron con estupor. Afuera estaban recién cubiertas, las tumbas de los niños sepultados horas antes. Un escalofrío recorrió el cuerpo de las mujeres. Los muchachos en particular trataron de asir sus perros, o los que tenían más cerca, para que no los sacaran. En el mismo sitio, los húngaros continuaban en igual actitud, sentados y sin hablarse. Contestaban lacónicamente a quienes se les acercaban, y nadie advirtió que la madre no tenía en sus brazos a la hijita.
El día fue deslizándose lento, como luz que se extinguiera con infinita languidez. A la entrada de la noche, se oyó a la abuela del idiota:
—¡Quiere profetizar, quiere profetizar!
Ángel echó a andar decidido, atrayendo por la mano a la abuela. No quería dejarlos avanzar hasta la escalera del púlpito.
—La maldición de Jehová sobre los pecadores —decía el muchacho y su labio imberbe dejaba caer esas palabras como una baba amarga. Pero al llegar ante el altar mayor, vio al sacerdote que se levantaba de orar y quedó como petrificado.
—¡Hablará, hablará! —exclamaba la anciana, que ahora tiraba de la mano del nieto, rígido y atónito.
Los perros continuaban su incesante búsqueda, familiarizados ya con el templo, las escaleras, la sacristía y las habitaciones interiores.
Esa noche también pasó.
A la mañana siguiente, antes de amanecer, estaban fuera del templo muchos hombres, mirando en dirección a Felipe Arana y a Jagüel Viejo, por si veían llegar algún socorro. Sabían perfectamente bien que no era posible hacer ese camino sino a caballo. Pero don Aniceto podría traer ya las inyecciones y los medicamentos, siempre que los hubiera allá. No se percibía en el cielo sobre las lagunas, cada vez mayores, sino algunas gaviotas y pájaros aislados, a lo lejos, cerca de los árboles cubiertos por el agua. Las gaviotas volaban alto sobre la iglesia, de horizonte a horizonte.
Los húngaros, sentados todavía, tenían a su alrededor no menos de cincuenta perros. Sin moverse ni hablar, con los pies desnudos trataban de ahuyentarlos. Apenas se movían, los perros se retiraban para aproximárseles de nuevo, callados, estirando la cabeza hacia ellos. Entre marido y mujer estaba el envoltorio, enorme ahora, formado con todas las cobijas que tenían. Las usaron para cubrir el cuerpecito de la hija, porque no querían dejarla sepultar como a las otras criaturas.
De pronto comenzó a aclarar el cielo y pareció que hacia el Este abríase contra la tierra una franja azul, precursora del fin de aquel diluvio. Se aprovechó la tregua para enterrar a los niños y a tres mayores que murieron la noche anterior, entre ellos doña Ernestina. El cura pronunció los responsos, y cuando penetró en la iglesia siguió asperjando cuanto hallaba a su paso con el hisopo, como si se tratara de la misma ceremonia, ya concluida. Terminada la tarea, los ojos se dirigieron hacia el pueblo de Felipe Arana, hacia el de General Estévez, bajo las aguas, y vagamente hacia el de Jagüel Viejo. No se veía llegar a nadie. Únicamente las gaviotas, que surgían de largo en vuelo altanero. El cielo, menos oscuro, no dejaba abrigar muchas esperanzas.
—El Señor nos oirá —dijo el sacerdote cuando salió, luego de haber recorrido la iglesia con el hisopo—. No ha de llover más. Por allá se ve que aclara.
—Pero es por el Este, padre.
—La tormenta sigue recostada al Sur y al Oeste.
—Hace tres días que también estaba así.
Reingresaron todos al templo. Muchos se habían quedado dentro, junto a sus hijos, auxiliándolos como podían, ayudándolos a respirar. Bronislao y María continuaban aún como dos días antes, rodeados por los perros. Comenzábase a percibir olor a carne descompuesta, más penetrante que el husmo habitual. Todos siguieron con la mirada al sacerdote, que se encaminó al altar mayor para rezar en voz alta. Los cirios seguían ardiendo y las imágenes de los vitrales traslucían, mejor que nunca a esas horas, la claridad esfuminada de la tarde. Entró de pronto un joven que gritó en un arranque de alegría:
—¡El arco iris, el arco iris! ¡No llueve más!
Todos se apresuraron a salir de la iglesia, y el sacerdote echó a caminar tambaleante y firme a la vez. Miró al cielo para descubrir algún vestigio del arco iris.
—Allí, ven. ¿Ven?
Nadie veía nada. Quedaron callados, en suspenso, esperando más bien el milagro que el más lejano indicio razonable. Mucho tiempo estuvieron así, sin que nadie se atreviera a desmentir al iluso. Las paredes de la iglesia iban oreándose. Sólo hilos de agua caían de las altas gárgolas. De pronto se oyó, muy lejos, por el fondo del cielo, hacia el Sur, un trueno que rodaba ancho como el firmamento.
—Dios hará el milagro de salvarnos y no permitirá que muramos así.
Al poco tiempo, algo más destacado de la vaga oscuridad de las nubes, otro vasto trueno resonó henchido de sombra y humedad. El cielo se adensó, seguramente porque caía la tarde, y en seguida, como cuando empezó, después de tres meses de sequía, la lluvia precipitaba sus gruesas gotas sobre los rostros levantados.

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