domingo, 22 de enero de 2017

EL TIMADOR DESENMASCARADO Frank Kafka

Finalmente, a eso de las diez de la noche, llegué ante la casa señorial a la que había sido invitado, acompañado por un hombre al que había conocido previamente de un modo pasajero, y que se había unido a mí de improviso, callejeando a mi lado durante dos horas.

–Bien –dije, y di una palmada como signo de la absoluta necesidad de despedirme. Durante el camino había realizado toda una serie de intentos, aunque no tan específicos como éste. Ya estaba bastante cansado.

–¿Sube usted ahora mismo?

–preguntó. Y oí un ruido extraño procedente de su boca, como de dientes que rechinan.

–Sí. Yo estaba invitado, se lo acababa de decir. Pero estaba invitado a entrar, no a permanecer frente a la puerta y a mirar por encima de las orejas de mi acompañante. Y para colmo ahora permanecía mudo a su lado, como si nos hubiéramos decidido a quedarnos largo tiempo en aquel sitio. Las casas de alrededor tomaban parte, por añadidura, en nuestro silencio, así como la oscuridad por encima de ellas hasta las estrellas; además de las pisadas de paseantes invisibles, cuyo camino no tenía ganas de adivinar, y el viento, que una y otra vez soplaba contra la acera de enfrente; también un gramófono, que sonaba frente a la ventana cerrada de una habitación cualquiera. Todos se dejaban oír a través del silencio, como si éste fuera de su propiedad desde siempre y para siempre.

Y mi acompañante se sumó en su nombre y, después de una sonrisa, también en el mío, extendió el brazo derecho a lo largo del muro y apoyó su rostro en él, cerrando los ojos.

Sin embargo, no pude ver esa sonrisa hasta el final, pues la vergüenza me obligó a darme la vuelta. Después de esa sonrisa había reconocido que se trataba de un timador, nada más. Y yo llevaba ya meses en la ciudad, había creído conocer por completo a esos timadores, cómo salían por la noche de las calles laterales, cómo rondaban alrededor de las columnas de anuncios en las que nos parábamos, cómo, en pleno juego del escondite, espiaban, al menos con un ojo, detrás de la columna, cómo en los cruces, cuando nos asustábamos, aparecían sorpresivamente ante nosotros en el borde de nuestra acera. Los comprendía tan bien; en realidad habían sido mis primeros conocidos en la ciudad, en las pequeñas tabernas, y les debía la primera visión de una intransigencia que ahora me era tan imposible disociar de la tierra, que ya prácticamente la empezaba a sentir en mi interior. ¡Cómo permanecían todavía frente a uno, aun cuando ya se les había dado esquinazo, es decir cuando ya no había nada que atrapar! ¡Cómo no se sentaban, cómo no se caían, sino que dirigían miradas que siempre convencían, aunque fuese desde la lejanía! Y sus tácticas eran siempre las mismas: se plantaban ante nosotros, tan aplanados como podían; trataban de apartarnos de nuestro destino; nos preparaban, como sustituto, una vivienda en su propio corazón y, finalmente, surgía en nosotros un sentimiento concentrado que era tomado como un abrazo, al que se arrojaban con el rostro por delante.

Y esta vez sólo había podido reconocer todos esos viejos trucos después de tanto tiempo de mutua compañía. Froté las puntas de los dedos para hacer que aquella vergüenza no hubiese sucedido.

Mi hombre, sin embargo, se mantuvo apoyado como antes, se tenía todavía por un timador, y la satisfacción con su destino le sonrojó la mejilla libre.

–¡Te reconocí! –dije, y le di un ligero golpe en el hombro. Inmediatamente después me apresuré a subir las escaleras, y los rostros fieles del servicio, arriba, en el recibidor, me alegraron como una bella sorpresa. Los miré a todos por turno, mientras me quitaban el abrigo y limpiaban el polvo de las botas. Respiré profundamente y entré en la sala bien erguido.

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domingo, 7 de diciembre de 2014

3 microcuentos chilenos - Cuentos cortos de Chile

3 microcuentos chilenos para leer onlineEl cuento “El verdugo” fue tomado de Cien microcuentos chilenos (antologador Juan Armando Epple), Ed. Cuarto Propio, y éste a su vez de Nada ha terminado de Diego Muñoz Valenzuela, Ed. Obsidiana.
Los cuentos “Padre nuestro que estás en el cielo”, de José Leandro Urbina, y “Golpe”, de Pía Barros, fueron extraídos del artículo El microcuento en Hispanoamérica, María Isabel Larrea O. 2001-2002.



El verdugo - Diego Muñoz Valenzuela


El verdugo, ansioso, afila su hacha brillante con ahínco, sonríe y espera. Pero algo debe vislumbrar en los ojos de quienes lo rodean, que petrifica su sonrisa y se llena de espanto.
El Heraldo se acerca al galope y lee el nombre del condenado, que es el verdugo.


Padre nuestro que estás en el cielo - José Leandro Urbina


Mientras el sargento interrogaba a su madre y su hermana, el capitán se llevó al niño, de una mano, a la otra pieza...
—¿Dónde está tu padre? —preguntó.
—Está en el cielo —susurró él.
—¿Cómo? ¿Ha muerto? —preguntó asombrado el capitán.
—No —dijo el niño—. Todas las noches baja del cielo a comer con nosotros.
El capitán alzó la vista y descubrió la puertecilla que daba al entretecho.


Golpe - Pía Barros


Mamá, dijo el niño, ¿qué es un golpe? Algo que duele muchísimo y deja amoratado el lugar donde te dio. El niño fue hasta la puerta de casa. Todo el país que le cupo en la mirada tenía un tinte violáceo.

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viernes, 17 de enero de 2014

2 cuentos cortos de Silvina Ocampo

Portada del libro Cuentos Completos I de Silvina OcampoLos cuentos “Los funámbulos” y "Rhadamanthos" fueron tomados del libro Silvina Ocampo - Cuentos Completos I, Ed. Emecé.
Silvina Ocampo (1903-1993): narradora y poeta argentina, hermana de Victoria Ocampo y esposa de Adolfo Bioy Casares. Su obra, junto con la de Borges, Cortázar, Roberto Arlt y Ernesto Sábato, se encuentra en lo más alto de la literatura argentina. Entre sus libros de cuentos más conocidos figuran Autobiografía de Irene, La Furia, Las invitadas, Antología esencial y Cornelia frente al espejo.


Los funámbulos


Vivían en la oscuridad de corredores fríos donde se establecen co­rrientes de aire producidas por las plantas de los patios. Tenían al­mas de funámbulos jugando con los arcos en los patios consecutivos de la casa. No sentían esa pasión desesperada de todos los chicos por tirar piedras y por recoger huevos celestes de urraca en los ár­boles. Cipriano y Valerio —Cipriano y Valerio los llamaba sin oírlos la planchadora sorda, que rompía la mesa de planchar con sus gol­pes—. Cipriano y Valerio eran sus hijos, y cada vez se volvían más desconocidos para ella; tenían designios oscuros que habían naci­do en un libro de cuentos de saltimbanquis, regalado por los dueños de casa.
Cipriano saltaba a través de los arcos con galope de caballo blanco, y Valerio de vez en cuando hacía equilibrio sobre una silla rota y escondía cuidadosamente su afición por las muñecas. No comprendía por qué los varones no tenían que jugar con muñecas. No había sabido que era una cosa prohibida hasta el día en que se había abrazado de una muñeca rota en el borde de la vereda y la ha­bía recogido y cuidado en sus brazos con un movimiento de canción. En ese momento lo atravesaron cinco risas de chicas que pasaban —y su madre lo llamó, y con el mismo gesto de tirar la basura le arrancó la muñeca. Cipriano había aumentado ampliamente su ver­güenza con sus lágrimas.
La planchadora Clodomira rociaba la ropa blanca con su mano en flor de regadera y de vez en cuando se asomaba sobre el patio pa­ra ver jugar a los muchachos que ostentaban posturas extraordina­rias en los marcos de las ventanas. Nunca sabía de qué estaban ha­blando y cuando interrogaba los labios una inmovilidad de cera se implantaba en las bocas movibles de sus hijos. Era una admirable planchadora; los plegados de las camisas se abrían como grandes flo­res blancas en las canastas de ropa recién planchada, y planchaba sin mirar la ropa, mirando las bocas de sus hijos. Detrás de las ca­bezas se elaboraba algún extraño proyecto que largamente trató de adivinar en el movimiento de los labios, hasta que acabó por acos­tumbrarse un poco a esa puerta cerrada que había entre ella y sus hijos. Por las mañanas los dos chicos iban al colegio, pero las tardes estaban llenas de juegos en el patio, de lecturas en los rincones del cuarto de plancha, de pruebas en imaginarios trapecios que la ma­dre empezaba a admirar.
Cipriano había ido al circo un día con su madre. Durante el en­treacto fueron a visitar los animales. Cuando volvieron, al cruzar delante de la pista Cipriano sintió el vértigo de altura que había sentido en la azotea de la casa adonde raras veces lo habían dejado subir. Soltó la mano de su madre y corrió hacia adentro del picade­ro, dio vueltas de caballo furioso, dio vueltas de carnero de pruebis­ta, se colgó de un alambre de trapecista, se dio golpes de clown. Y todo eso con una rapidez vertiginosa en medio de una lluvia de aplausos. Todo el público lo aplaudía. Cipriano, deslumbrado en las estrellas de sus golpes, era el caballo blanco de la bailarina, el prue­bista de saltos mortales con diez pruebistas encima de su cabeza, el trapecista de puros brazos con alas que atraviesan el aire para lue­go caer en la red elástica sobre un colchón enorme, donde duermen los trapecistas. Su madre lo llamaba por entre el tumulto de aplau­sos: ¡Cipriano, Cipriano! y se creyó muda, con su hijo perdido para siempre. Hasta que un acomodador se lo trajo lleno de moretones y bañado en sudor. El público sonreía por todas partes y Clodomira sintió su terror furioso transformarse súbitamente en admiración que la hizo temer un poco a su hijo como a un ser desconocido y pri­vilegiado.
Cuando llegaron de vuelta a la casa, Valerio, que estaba enfermo con la cabeza tapada dentro de las sábanas, asomó los ojos y vio to­do el espectáculo glorioso del circo desenrollarse como una alfombra en los cuentos de Cipriano. Cipriano llevaba un nimbo alrededor de su cara del color de la arena de la pista, sus moretones adquirían for­mas extrañas de tatuajes sobre sus brazos.
Cipriano vivió desde ese día para volver al circo, Valerio para que Cipriano volviera al circo. Era a través de su hermano que Va­lerio gozaba todas las cosas, salvo su afición por las muñecas.
El fervor acrobático sin cesar crecía en el cuerpo de Cipriano; llegaron a inventar un traje de saltimbanqui hecho con medias de mujer y camisetas viejas del portero.
Un día no sentían ya el frío de la tarde sobre los brazos desnu­dos. Parados en el borde de una ventana del tercer piso, dieron un salto glorioso y envueltos en un saludo cayeron aplastados contra las baldosas del patio. Clodomira, que estaba planchando en el cuarto de al lado, vio el gesto maravilloso y sintió, con una sonrisa, que de todas las ventanas se asomaban millones de gritos y de bra­zos aplaudiendo, pero siguió planchando. Se acordó de su primera angustia en el circo. Ahora estaba acostumbrada a esas cosas.


Rhadamanthos


La envidiaba por sus pecados con una envidia que la carcomía, una envidia que no la dejaba descansar, y ahora, ahí estaba, muerta. Nada en el mundo podría resucitarla. Ahí estaba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con todos los honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo hubiera estado, alguien se hubiera encargado de ver en ella un encanto nuevo, el encanto de sus imperfecciones. Joven, nada le quitaría la juventud; tranquila, nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su aparente pureza. Las iniciales, sobre el paño negro del coche fúnebre, brillaban, y sus retratos ya se repartían entre los amigos de la casa. No había modo de contener las lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un marido de treinta y esa corte ridícula de amigos que la admiraban, aún más que antes. En los armarios, aquellos vestidos que olían a perfume, serían sus delegados. Con ellos el recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su memoria. Las santas tienen altares, pero ella, que se había suicidado, tendría en cada corazón alguien que suspiraba secretamente por su memoria.
Injusticias de la suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo miedo a nadie, yo no me he suicidado. Nadie llora por mí.
Entró en el cuarto donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto, la cubrían. En la luz trémula de los cirios brillaban la frente, los pómulos, las mejillas, el cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se veía, ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas demasiado fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para torturarla.
Para no verle la cara se arrodilló; para no pensar en ella rezó. Un zumbido de voces le llenó los oídos. La gente hablaba, ¿de qué? Sólo de ella. Era pura, decían, como la luz. Se puso de pie. Por suerte nadie advierte en las miradas los íntimos sentimientos de un ser.
Virginia se dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó el peine, para peinarse, buscó el lápiz de los labios, para pintarse, buscó el perfume, para perfumarse, y se miró en el espejo. Salió de la casa apresuradamente; entró en una tienda donde compró papel de cartas (el papel que tenía en su casa era un papel ordinario). Caminó por la calle mirando la punta de sus zapatos de bruja; subió por un ascensor interminable, abrió una puerta y entró en su cuarto. Se puso a escribir maravillosas cartas de amor dirigidas a la muerta, revelando en ellas, con toda suerte de subterfugios, la vida monstruosa, impura, que le atribuía. Al pie de las cartas firmaba con el nombre del supuesto amante. En una noche, mientras velaban a la muerta, escribió veinte carta, cuyas fechas abarcaban toda una vida de amor.
A la mañana siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada de uno de sus camisones, las llevó a la casa mortuoria y las depositó en el armario de la muerta.

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martes, 14 de enero de 2014

Dos microcuentos de Cortázar

Portada del libro historias de cronopios y de famas de Julio CortázarLos microcuentos “Esbozo de un sueño” y “Las líneas de la mano” fueron tomados del libro Historias de cronopios y de famas, Ed. Suma de Letras, S.L.
Julio Cortázar (1914-1984): poeta, cuentista, novelista, ensayista y traductor argentino, perteneciente al movimiento llamado del "Boom" y considerado uno de los autores más innovadores y originales de su época. Rayuela (novela), Salvo el crepúsculo (poesía) Bestiario (cuentos), Historias de cronopios y de famas (misceláneas) y Todos los fuegos el fuego (cuentos) son algunos de sus libros más conocidos.


Esbozo de un sueño


Bruscamente siente gran deseo de ver a su tío y se apresura por callejuelas retorcidas y empinadas, que parecen esforzarse por alejarlo de la vieja casa solariega. Después de largo andar (pero es como si tuviera los zapatos pegados al suelo) ve el portal y oye vagamente ladrar un perro, si eso es un perro. En el momento de subir los cuatro gastados peldaños, y cuando alarga la mano hacia el llamador, que es otra mano que aprieta una esfera de bronce, los dedos del llamador se mueven, primero el meñique y poco a poco los otros, que van soltando interminablemente la bola de bronce. La bola cae como si fuera de plumas, rebota sin ruido en el umbral y le salta hasta el pecho, pero ahora es una gorda araña negra. La rechaza con un manotón desesperado, y en ese instante se abre la puerta: el tío está de pie, sonriendo detrás de la puerta cerrada. Cambian algunas frases que parecen preparadas, un ajedrez elástico. «Ahora yo tengo que contestar…» «Ahora él va a decir…» Y todo ocurre exactamente así. Ya están en una habitación brillantemente iluminada, el tío saca cigarros envueltos en papel plateado y le ofrece uno. Largo rato busca los fósforos, pero en toda la casa no hay fósforos ni fuego de ninguna especie; no pueden encender los cigarros, el tío parece ansioso de que la visita termine, y por fin hay una confusa despedida en un pasillo lleno de cajones a medio abrir y donde apenas queda lugar para moverse.
Al salir de la casa sabe que no debe mirar hacia atrás, porque… No sabe más que eso, pero lo sabe, y se retira rápidamente, con los ojos fijos en el fondo de la calle. Poco a poco se va sintiendo más aliviado. Cuando llega a su casa está tan rendido que se acuesta enseguida, casi sin desvestirse. Entonces sueña que está en el «Tigre» y que pasa todo el día remando con su novia y comiendo chorizos en el recreo Nuevo Toro.


Las líneas de la mano


De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.

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sábado, 4 de enero de 2014

La venta de Saltanat - Kemal Bilbasar

KEMAL BILBASAR es un escritor turco, nacido en Cannakale en 1910. Alternó siempre la literatura con su carrera de maestro, que abandona en 1961 para dedicarse definitivamente a su arte. El renombre de que ahora goza tanto en Turquía como fuera de ella —preferentemente en Alemania— puede extenderse mucho entre nosotros mediante este relato directo y primitivo, que refleja la vida y costumbres semibárbaras de una apartada región de su país.
El cuento "La venta de Saltanat", así como la presente reseña biográfica, fueron tomadas del libro Los relatos más bellos del mundo, Ed. Selecciones del Reader's Digest.


La venta de Saltanat


Saltanat, la hija del molinero, sólo tenía doce años cuando llegó a mujer. Si bien su aspecto era el de una rama sin hojas, la decisiva feminidad de su cuerpo había llegado de improviso; la chica había florecido como capullo en primavera.
Su padre, Hasso, en tanto contemplaba a los sacos de trigo amontonarse en pilas más altas que nunca, pensaba aquel día que la cosecha iba a ser muy abundante; de no haberse peleado los dos muchachos por Saltanat, Hasso ni se habría dado cuenta de la súbita madurez de su hija. Uno de aquellos mozos había visto el fresco, redondeado cuerpo de Saltanat mientras ella lavaba una camisa del padre en la corriente que hacía rodar al molino, y atraído por su hermosura, como enajenado, intentó llevársela arrastrándola por el pelo. Entonces había intervenido el otro que estaba cargando su burro con sacos de trigo, y que, después de observar la escena, intentó defender a la chica. Momento en el que ambos muchachos se habían peleado.
Al oír sus jadeos y sus gritos, los chillidos de Saltanat y los ladridos de Karakurt tirando desesperadamente de su soga, Hasso y todos los campesinos que estaban esperando su trigo se precipitaron al patio. A la primera ojeada, el molinero lo comprendió todo: la causa de la pelea era evidente. Saltanat estaba con las manos en las mejillas, como enmarcando sus ojos negros, agrandados a la sazón por el miedo, mientras su blusa dejaba entrever un hombro terso y torneado.
Se desvaneció el ceño entre las pobladas cejas de Hasso y una sonrisa le iluminó la cara. Hmmm... ¡la muchacha había llegado a la edad de ser vendida! A sus años, convertiría a su padre en suegro. Miró a su hija de pies a cabeza y se sintió muy contento; él solo la había criado, sin la mano de una madre. ¡Y vaya ojos que tenía! ¡Menos mal que no se parecían nada a los suyos!
En aquel momento, uno de los luchadores había conseguido arrojar al agua al otro; la satisfacción de Hasso dio paso a una sonora carcajada y aquella risa del molinero contagió a todos los demás. El alborozo general terminó al punto con la pelea, y, por fin, los dos chicos se incorporaron; uno se estaba restañando la sangre de la nariz, y Saltanat huyó a la casa, impulsada por una vergüenza que ella no alcanzaba a explicarse.
—¡Perros! —gritó Hasso—, ¡perros! ¿No tiene un padre la chica? ¿Habéis olvidado ya la costumbre? ¿Por qué intentáis romperos el cuello en vez de hacer las cosas bien hechas y pedirme que os la venda?
Los dos muchachos agacharon la cabeza, convencidos, y el molinero siguió vociferando dando rienda suelta a la rabia que ahora le hervía dentro:
—¡Por lo más sagrado que lo que necesitáis los dos es una buena paliza! ¿O es que quiero demasiado? ¿No está claro que no pienso abusar de los dineros de una buena persona? Si Saltanat ha llegado a la edad de ser vendida, eso es lo que voy a hacer. Y de esta forma: ¡quien quiera llevársela debe estar dispuesto a demostrar su valentía en la llanura Karga el primer día que nieve!
La proposición se extendió como la pólvora y, al anochecer, varios jóvenes de los tres poblados más próximos se enamoraron rendidamente de la hermosa molinerita. Pero en el interior de todos los mozos apuntó de pronto una sospecha: ¿qué valentía era la que Hasso quería para su hija? Este enigma se convirtió en el tema central de todas las conversaciones del bar y las tabernas del pueblo, y cada día salían a la luz nuevas sugerencias y cálculos respecto a la prueba de valor que Hasso exigiría a todo el que aspirase a la mano de su hija. La mayoría se inclinaba a pensar que podía tratarse de un asunto de robo; encontraban altamente probable que Hasso les obligase a robar caballos de las comunidades campesinas próximas. Y aquellos que robasen un caballo le esquilarían crin y cola de tal manera que su dueño no pudiera reconocerlo incluso después de seguirle la pista hasta el pueblo. Hasso, pensaban, vendería después el caballo y obtendría así el dinero correspondiente a la venta de Saltanat. O bien preferiría el oro de la dentadura de un hombre rico que yacía en el cementerio de poco tiempo atrás...
Con el transcurso de los días, se pronosticaban muchas otras clases de proezas, que convirtieron a sus posibles protagonistas en héroes de cuento infantil. Alguien recordó la escasez de agua que el molino padecía en verano y presentó la idea de que tal vez Hasso quisiera recibir el agua de las montañas, predicción con la que las suposiciones llegaron a su más alto punto imaginativo.
Hasso, sin embargo, aún no había movido un dedo ni dicho una palabra. De día y de noche continuaba moliendo el trigo, la avena, la cebada, afilando cada tres fechas las muelas del molino y no queriendo saber nada de cuanto se refiriera a la prometida competición. No había hecho más que aumentarle la ración a Karakurt, su perro. En cada comida cortaba un buen trozo de pan, lo migaba en un cubo con agua y se lo daba al animal. A medida que Karakurt engordaba, relucía más y más su pelo y ladraba con mayores energía y ferocidad a los campesinos que acudían a moler, a los asnos y las mulas, y trataba de atacar a todos, forcejeando con la cadena que ahora lo sujetaba.
Cuando cayó la niebla sobre los montes Suphan y la nieve se posó en sus faldas, cubriéndolas de blancura, los lobos bajaron a la llanura Karga y, durante tres jornadas, el campesinado tuvo que suspender sus diarias faenas. Una mañana los despertó un blanco centelleo. Los niños se sintieron felices porque podían deslizarse sobre la primera nieve, y los mayores porque había llegado el día del torneo. Apenas salido el sol, una voz rebotó de tejado en tejado:
—¡Ahí vienen los Hasso!
Abandonando la leche y las tarhanas, mujeres, hombres y niños corrieron a la calle. Hasso llegaba ya por el sendero del molino. Bien abrigado por su pelliza de piel de oveja, encaramado en su burro, fumaba una pipa y parecía sumamente satisfecho. Saltanat le seguía, con una piel de lobo como abrigo y calzando altas botas. En torno a la cabeza llevaba un chal de viva lana roja y sus muñecas y sus brazos aparecían protegidos por tiras de fieltro. Sujetaba a Karakurt con una fuerte correa y el perro avanzaba ansioso, tirando de Saltanat; entre los afilados dientes le asomaba una lengua inquieta.
La pequeña expedición hizo alto en la plaza del pueblo y Hasso revistó con la mirada a la gente que los observaba desde portales, ventanas y tejados. Se llevó una mano a la boca y gritó:
—¡Oídme bien, chicos! Voy a llevar a mi hija a la llanura. ¡Quien esté seguro de su valentía puede venir a por ella!
Y, sin esperar respuesta, Hasso, Saltanat y el perro abandonaron la plaza del lugar y se dirigieron hacia la llanura Karga, aplastando con sus pasos la nieve del camino.
Ya sabían, por fin, lo que durante tiempo les había tenido en vilo: quien quisiera a Saltanat tendría que separarla de su perro. La fiebre de la competencia se apoderó de la llanura Karga y los jóvenes que confiaban en sus canes se envolvieron en fieltros y trapos; concluidos estos preparativos, pusieron las carlancas a sus perros y caminaron orgullosamente al terreno de la contienda, seguido cada uno de ellos por un tropel de amigos y parientes.
Sobre el mediodía, las altas botas verdes, amarillas, rojizas, los pantalones abombados, aflojaron el paso, y los espectadores se agruparon para contemplar el torneo. Mientras sujetaba a Karakurt en un claro sin nieve, Saltanat esperaba ya al valeroso joven que obtendría su mano. Karakurt levantó la cabeza y enderezó las orejas; arañaba el suelo, impaciente, con las pezuñas. Y los jóvenes que debían contender se sentaron en cuclillas bajo los árboles que salpicaban la llanura. Sus perros, agrupados aparte, no ladraban ni se peleaban entre sí.
Uno a uno, los muchachos se fueron acercando a Saltanat. Antes ya de que llegara el momento de empujar a su perro al ataque, muchos comprendieron que se trataba de una batalla perdida. Y no tanto por las temibles arrancadas de Karakurt como por el miedo que infundía a los perros del torneo la piel de lobo de Saltanat, cuyo olor les hacía esconder el rabo y agachar las orejas retrocediendo. Así, y pese a los insultantes gritos de los espectadores, los jóvenes iban retirándose del terreno de combate. Ni siquiera el amo de la alquería, el hijo de Ali Agha, ni Kuyruksuz, su famoso perro de pastor, que tantas veces había luchado contra los lobos, consiguieron separar a Saltanat de Karakurt. Sangrando por el cuello y las patas, Kuyruksuz abandonó también la lid, y Hasso rió a voz en grito ante el hijo de Ali Agha; todos los jóvenes derrotados se sentían humillados al oír sus palabras:
—¡Perros, qué vergüenza! Vais a dejar a esta muchacha sin marido. ¡No hay ya ni un hombre valiente en toda la llanura Karga!
El gentío escuchaba en silencio al molinero, y los deudos de los vencidos apretaron las mandíbulas y se deshicieron en maldiciones contra ellos y su derrota.
Empezaba ya a moverse la gente, disponiéndose para la retirada, cuando, de repente, un aullido y un relincho resonaron bajo el grupo de árboles bitim, hacia el lado derecho de la llanura: el rumor y el movimiento de retirada cesaron como por encanto y todos miraron hacia donde habían surgido. Un momento después, Mem de Van, criado de Ali Agha, apareció arrastrando con una cadena a una loba.
La decisión de Mem se produjo apenas conocida la clase de competición que Hasso se proponía. El muchacho, sin perder un momento, había saltado entonces a su caballo y cabalgó hacia el bosque por el que resonaban los aullidos de los lobos. Amedrentó con su fusil a una manada de ellos, separó del grupo a una loba y la acosó hasta que la fiera cayó, rendida, al suelo. Mem se acercó, le pasó una cadena por el cuello, esquivando sus tarascadas, y la arrastró hacia el llano.
El molinero, que había dejado de reír y gritar, clavó sus ojos en Mem. El airoso salto con que Mem dejó su cabalgadura y el firme dominio con que sujetaba a la loba, usando la cadena como un látigo, le hizo palidecer: aquel mozo no se parecía a los otros.
Saltanat, a su vez, se asustó al ver cómo Mem arrastraba a la loba hacia el terreno de combate. Y Karakurt enderezó las orejas como si estuviera viendo algo muy desacostumbrado; sus ojos denotaban más curiosidad que fiereza. La loba vio a Karakurt, su brillante pelaje negro, sus relucientes pupilas, y empezó a aullar y a enseñar los dientes, mientras unas chispas blancas le asomaban a los ojos. Ello aumentó las esperanzas de la gente en que la loba huyese, no porque fueran partidarios de Karakurt, sino porque deseaban que la muchacha y la fama de valiente no fueran conseguidas por un criado como Mem. Comenzaron, pues, a alentar al perro y, como si los entendiera, Karakurt arañó la tierra con las patas y ladró vigorosamente. Sin embargo, al ladrar no enseñaba los dientes. Se iba aproximando muy despacio a la loba igual que un macho ventea a la hembra, cuidando de no asustarla. Mas, lejos de lograrlo, alarmó a la loba; como si supiera que no tenía a nadie a su favor, que estaba sola y era detestada, ésta arqueó el lomo. Pero no se movía.
Mutuamente, Saltanat y Mem se estaban mirando a los ojos. Las oscuras pupilas del muchacho habían tocado el corazón de Saltanat, lo habían hecho estremecerse de miedo y, junto al miedo, de una sensación desconocida para ella. Sentía impulsos de huir de aquel joven y, al tiempo, de reclinar la cabeza en su pecho y llorar. Una confiada sonrisa iluminaba ahora la cara de Mem.
Ya muy cerca de la loba, Karakurt empezó a husmearla moviendo la cola suavemente. La loba comprendió que el perro no abrigaba intenciones agresivas y dejó de enseñarle los dientes, permitiéndole olisquearle el cuerpo mientras gruñía sordamente. Los dos animales continuaron olfateándose el uno al otro, pese a los gritos de la reducida muchedumbre:
—¡Venga, Kara, vamos! ¡Muérdele ya!
Con la cola entre las patas, la loba proclamó al fin su miedo. Los concurrentes observaban el nervioso jadeo de ambos animales y nadie pensó entonces en gritarle a Saltanat que azuzara a su perro.
Mem y la muchacha también seguían estudiándose mutuamente y los ojos de él parecían haberse dulcificado. Saltanat se sintió algo más tranquila y, poco después, una extraña dicha sustituyó a sus temores. Casi sin darse cuenta, ambos soltaron las ataduras de sus respectivos animales. Apenas se vio libre, la loba echó a correr, seguida muy de cerca por Karakurt; los dos producían extraños ruidos mientras corrían hacia el grupo de árboles bitim. La loba trotaba con la cabeza vuelta hacia atrás, como para ver si el perro continuaba siguiéndola; Karakurt, por su parte, rastreaba a la hembra, saltando en torno a ella a derecha e izquierda.
Aún por un instante, Mem y Saltanat contemplaron a ambos animales y se sonrieron el uno al otro. Mem, después, tomó la muñeca de la muchacha y la condujo muy gustosa hasta su relinchante caballo.

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