jueves, 29 de agosto de 2013

El disco de la muerte - Mark Twain

Imagen de mark twain cuento el disco de la muerte
El cuento "El disco de la muerte" fue tomado del libro Cuentos breves para leer en el bus 1, Ed. Booket.
Mark Twain (1835-1910): nació en Misuri, Estados Unidos, y aparte de escritor fue tipógrafo, periodista, cajista, ayudante de navegación y hasta minero. Algunos de sus libros, como Las aventuras de Huckleberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer, son iconos de la novela de aventura. También le pertenecen los clásicos Príncipe y mendigo (novela) y Diarios de Adán y Eva (cuento largo).

 

El disco de la muerte

I

Eran los tiempos de Oliver Cromwell. El coronel Mayfair era el oficial más joven de su rango en los ejércitos de la Commonwealth; sólo tenía treinta años. No obstante, a pesar de su juventud, ya era un veterano curtido por los rigores de la guerra, pues había empezado su vida militar a los diecisiete años. Participó en muchos combates, y su coraje en el campo de batalla le valió, poco a poco, su alto cargo en el servicio y la admiración de los hombres. Pero ahora se veía en serias dificultades; una sombra se cernía sobre su futuro.
Caía la noche invernal, y afuera azotaba la tormenta y la oscuridad. Adentro, reinaba el silencio melancólico, pues el coronel y su joven esposa hablaron de su dolor hasta el cansancio, leyeron la Biblia y rezaron la oración de la noche, y ya no podían hacer otra cosa que quedarse sentados, tomados de la mano, mirando el fuego, y pensar... y esperar. No tendrían que esperar mucho tiempo, lo sabían, y la esposa se estremeció al pensarlo.
Tenían una sola hija, Abby, de siete años, adorada por ambos. La niña no tardaría en bajar a darles el beso de las buenas noches, y el coronel decidió hablar en ese momento:
—Sécate las lágrimas y aparentemos alegría, por su bien. Tenemos que olvidar por ahora lo que va a ocurrir —dijo.
—Lo haré. Los guardaré en mi corazón, que se está destrozando.
—Y aceptaremos lo que nos ha de venir, y lo soportaremos con paciencia, sabiendo que Él todo lo hace con rectitud y bondad.
—Y diciendo: hágase Su voluntad. Sí, puedo decirlo desde el fondo de mi alma y mi mente... y también lo diría desde el fondo de mi corazón, si pudiera. ¡Ah, si pudiera! Si esta querida mano que oprimo y beso por última vez...
—¡Calla, mi amor! ¡Ya viene la niña!
Una pequeña figura de cabellos rizados, en camisón, se apareció por la puerta y corrió hacia su padre, que la abrazó y la besó con fervor una, dos y tres veces.
—¡Papi! No me beses así, que me enredas el cabello.
—Ah, lo siento, lo siento mucho. ¿Me perdonas, querida?
—Pero por supuesto, papi. Pero ¿de verdad lo sientes? ¿No estás fingiendo, y realmente lo sientes?
—Bueno, juzga por ti misma, Abby —y el coronel se cubrió la cara con las manos y simuló sollozar.
La niña se llenó de remordimientos al ver el hecho trágico que había causado, y empezó a llorar, a tirar de las manos de su padre y a decir:
—¡Ay, no, papi, por favor no llores! Abby no lo dijo en serio; Abby nunca lo volverá a hacer. Por favor, papi. —Mientras tiraba y se esforzaba por separar los dedos, vio fugazmente un ojo detrás de la mano, y exclamó—: Ah, papi travieso, ¡no estás llorando! ¡Es una broma! Y ahora Abby se va con su mamá, porque tú no tratas bien a Abby.
La niña intentó bajarse, pero su papá la abrazó con fuerza y le dijo:
—No, quédate conmigo, querida. Papi se portó mal y lo admite, y lo siente mucho. Ahí está, déjalo que te bese las lágrimas; le pide perdón a Abby, y hará todo lo que Abby le diga que debe hacer, como castigo. Ya los besos secaron las lágrimas y ni uno de los rizos se despeinó..., y lo que Abby mande...
Y se reconciliaron; en un instante volvió la alegría y se le iluminó la cara a la niña, que empezó a acariciar las mejillas de su papá, mientras nombraba el castigo:
—¡Un cuento! ¡Un cuento!
¡Atención!
Los padres contuvieron el aliento y escucharon. ¡Pasos, apenas perceptibles entre las ráfagas de viento! Se acercaban poco a poco —más fuertes, más fuertes—, y luego pasaron de largo y desaparecieron. Los padres respiraron aliviados, y el papá dijo:
—¿Quieres un cuento, dijiste? ¿Alegre?
—No, papi, uno de miedo.
El padre quería contar un cuento alegre, pero la niña insistía en sus derechos... Tal como acordaron, podía obtener lo que ordenara. El coronel era un buen soldado puritano y había dado su palabra. Se dio cuenta de que tenía que respetarla.
—Papi —explicó la niña—, no tienes que contarme cuentos alegres todo el tiempo. La niñera dice que la gente no siempre vive momentos felices. ¿Es cierto, papi? Ella dice eso.
La mamá dio un suspiro, y volvió a pensar en sus problemas.
—Es cierto, querida —respondió el padre, con suavidad—. Siempre llegan las preocupaciones. Es una lástima, pero es verdad.
—Ah, entonces cuéntame algún cuento sobre ellas, papi..., uno de miedo, así todos temblamos y hacemos como que nos pasa a nosotros. Mami, acércate y toma a Abby de la mano, de modo que si es demasiado terrible, va a ser más fácil que lo soportemos todos juntos, sabes. Ya puedes empezar, papi.
—Bueno, había una vez tres coroneles...
—¡Ah, qué bien! Yo conozco coroneles. Es fácil, porque tú eres uno y sé cómo se visten. Sigue, papi.
—Y durante una batalla cometieron una falta de disciplina.
Las palabras importantes le resultaron agradables a Abby, y levantó la vista, llena de asombro y de interés:
—¿Eso se come? ¿Es rico, papi? —preguntó.
Los padres esbozaron una sonrisa, el coronel contestó:
—No, es otra cosa, querida. Se extralimitaron en el cumplimiento de sus órdenes.
—¿Y eso se...?
—No, tampoco se come, igual que lo otro. Se les ordenó simular un ataque a un puesto muy defendido durante una batalla ya casi perdida, con el fin de dispersar al enemigo para que las fuerzas de la Commonwealth tuvieran la posibilidad de retroceder; pero, llevados por el entusiasmo, pasaron por alto las órdenes y convirtieron la simulación en un hecho real. Tomaron el puesto por asalto, salieron victoriosos y ganaron la batalla. El general se puso furioso por su desobediencia. Los elogió mucho, pero los mandó a Londres para que los sometieran a juicio.
—¿Ése es el gran general Cromwell, papi?
—Sí.
—¡Ah, yo lo he visto, papi! Y cuando pasa delante de nuestra casa, tan magnífico en su caballo grande, con los soldados, parece tan..., tan..., bueno, no sé cómo, sólo que parece que no está contento, y se nota que la gente le tiene miedo. Pero yo no le tengo miedo, porque a mí no me mira así.
—Ah, mi querida charlatana. Bueno, los coroneles fueron a Londres como prisioneros y, bajo su palabra de honor, les permitieron ir a ver a sus familias por última...
¡Atención!
Se quedaron escuchando en silencio. De nuevo pasos, pero una vez más siguieron de largo. La mamá recostó la cabeza sobre el hombro de su marido para ocultar su palidez.
—Llegaron esta mañana.
La niña abrió los ojos, llenos de asombro.
—Pero, papi, ¿es un cuento verdadero?
—Sí, querida.
—¡Qué bueno! Así está mucho mejor. Sigue, papi. Pero ¡mami! Querida mami, ¿estás llorando?
—No me hagas caso, preciosa. Estaba pensando en..., en... las pobres familias.
—Pero no llores, mami; todo va a salir bien..., vas a ver; los cuentos siempre terminan bien. Sigue, papi, hasta la parte en que vivieron felices y comieron perdices; así ya no va a llorar. Ya vas a ver, mami. Sigue, papi.
—Antes de dejar que volvieran a su casa, los llevaron a la Torre.
—¡Ah, yo conozco la torre! Desde aquí podemos verla. Sigue, papi.
—Sigo lo mejor que puedo... bajo las circunstancias. En la Torre la corte militar los juzgó durante una hora, los declaró culpables y los condenó a ser fusilados.
—¿A morir, papi?
—Sí.
—¡Ay, qué malos!
—Querida mami, estás llorando otra vez. No lo hagas, mami; pronto va a llegar a la parte buena..., vas a ver. Apúrate, papi. Hazlo por mami. Tienes que contarlo más rápido.
—Sí, lo sé, pero es porque me detengo mucho a reflexionar, supongo.
—Pero no debes hacerlo, papi. Tienes que seguir adelante.
—Muy bien, pues. Los tres coroneles...
—¿Los conoces, papi?
—Sí, mi amor.
—Ay, a mí me gustaría conocerlos. Me encantan los coroneles. ¿Crees que me dejarían que les diera un beso?
Al coronel le tembló un poco la voz cuando le respondió:
—Uno de ellos, sí, preciosa. A ver..., dame un beso por él.
—Toma, papi..., y estos dos son para los otros. Creo que sí me dejarían que los besara, papi, porque les diría: «Mi papá también es un coronel, y muy valiente, y él hubiera hecho lo mismo que ustedes, así que no puede ser tan malo, digan lo que digan esas personas, y no tienen que avergonzarse de nada.» Entonces me dejarían besarlos, ¿no es cierto, papi?
—¡Dios sabe que sí, hija mía!
—Mami..., ay, mami, no debes llorar. Ya va a llegar a la parte feliz. Sigue, papi.
—Entonces, algunos se arrepintieron... en realidad, todos. Me refiero a la corte militar. Y fueron a ver al general, y le dijeron que habían cumplido con su deber —porque era su deber, sabes—, y ahora le rogaban que perdonara a dos de los coroneles y que sólo fusilaran al otro. Les parecía que uno sería suficiente como ejemplo para el ejército. Pero el general era muy severo y les reprochó que, habiendo llevado a cabo su deber y aliviado su conciencia, quisieran inducirlo a ser menos y mancillar de ese modo su honor de soldado. Pero le respondieron que no le estaban pidiendo nada que ellos mismos no harían si ocuparan tan alto cargo y tuvieran en sus manos la prerrogativa del perdón. Eso lo impresionó. Hizo una pausa y se quedó pensando, mientras desaparecía la severidad de su rostro. Entonces les pidió que esperaran y se retiró a su gabinete a pedirle consejo a Dios por medio de la oración. Y cuando volvió a salir, les comunicó: «Harán un sorteo. Lo decidirán ellos, y dos conservarán la vida.»
—¿Y lo hicieron, papi, lo hicieron? ¿Y cuál va a morir? Ay, pobre hombre.
—No. Se negaron.
—¿No lo hicieron, papi?
—No.
—¿Por qué?
—Dijeron que el que sacara el grano fatal se condenaría a sí mismo a morir a través de un acto voluntario, y eso no sería otra cosa que suicidio, lo llames como lo llames. Afirmaron que eran cristianos y que la Biblia les prohibía a los hombres que se quitaran la vida. Enviaron esa respuesta y dijeron que estaban listos... y que ejecutaran simplemente la sentencia de la corte.
—¿Eso qué quiere decir, papi?
—Que..., que los van a fusilar.
¡Atención!
¿El viento? No. Tram... tram... r-r-r-amble, damdam... r-r-r-amble, damdam...
—¡Abran! ¡En nombre del general!
—Ay, qué bueno, papi. ¡Son los soldados! ¡Me gustan los soldados! ¡Déjame abrirles, papi, déjame a mí!
Pegó un salto, corrió hacia la puerta y la abrió, gritando contenta:
—¡Pasen, pasen! Aquí están, papi. ¡Granaderos! ¡Conozco a los Granaderos!
Entraron los soldados y se pusieron en fila con las armas al hombro. El oficial saludó, mientras el coronel condenado se mantenía derecho y devolvía el saludo. Su esposa estaba a su lado, pálida y con las facciones contraídas por el sufrimiento interno, pero sin dar ninguna otra muestra de dolor, en tanto la niña observaba el espectáculo con ojos chispeantes...
Un largo abrazo, del padre, la madre y la niña. Luego la orden: «A la Torre... ¡Marchen!» Entonces el coronel salió de la casa marchando con paso y porte militar, seguido de la fila de soldados. Entonces, se cerró la puerta.
—Ay, mami. ¿No es cierto que resultó lindo? Te lo dije, y se van a la Torre, y papi los va a ver. Él...
—Ah, ven a mis brazos, pobre niña inocente...



II

A la mañana siguiente, la afligida madre no pudo dejar la cama. Los médicos y las enfermeras estaban a su lado y de vez en cuando susurraban entre ellos. A Abby no le permitían entrar en la habitación y le dijeron que saliera a jugar, que mamá estaba muy enferma. La niña, bien abrigada, salió y jugó en la calle un rato, pero entonces le pareció raro, y también mal, que su papá estuviera en la Torre sin saber lo que estaba ocurriendo en su casa. Había que remediar esa situación, y ella lo haría en persona.
Una hora después, la corte militar recibió órdenes de presentarse ante el general. Éste se encontraba de pie, ceñudo y en posición rígida, con los nudillos apoyados sobre la mesa, y les indicó que estaba listo para escuchar el informe.
—Les hemos pedido que vuelvan a considerar su decisión —dijo el portavoz—, se lo hemos implorado. No obstante, insisten. No van a hacer el sorteo. Están dispuestos a morir, pero no a profanar su religión.
La cara del regente se ensombreció, pero no dijo nada. Se quedó pensando un rato y luego expuso:
—No morirán los tres. Otros harán el sorteo —los rostros de los miembros de la corte brillaron de gratitud—. Vayan a buscarlos y ubíquenlos en esa habitación. Que se coloquen uno junto al otro, con la cara vuelta hacia la pared y las muñecas cruzadas a la espalda. Avísenme en cuanto estén allí.
Cuando se quedó solo, se sentó y de inmediato le dio una orden a un asistente:
—Vaya y tráigame al primer niño que pase por la puerta.
El soldado no demoró ni un segundo en volver; llevaba de la mano a Abby, cuya ropa estaba apenas cubierta de nieve. La niña fue derecho hacia el jefe de Estado, ese formidable personaje que hacía temblar a los soberanos y poderosos de la tierra ante la sola mención de su nombre, y se sentó en su regazo:
—Lo conozco, señor —dijo la niña—. Usted es el general. Lo he visto. Lo he visto mientras pasaba delante de mi casa. Todos le tenían miedo, pero yo no, porque usted no parecía enojado conmigo. Lo recuerda, ¿verdad? Llevaba puesto mi vestido rojo con adornos azules en la parte de adelante. ¿No se acuerda?
Una sonrisa suavizó las líneas austeras de la cara del regente, y se esforzó por encontrar una respuesta diplomática:
—Esto..., déjame ver..., yo...
—Me encontraba justo delante de la casa, mi casa, ¿sabe?
—Bueno, linda criaturita, debería sentirme avergonzado, pero te diré que...
La niña lo interrumpió, con tono de reproche:
—Ya veo: no lo recuerda. ¿Por qué? Yo no me olvidé de usted.
—Ahora sí que me siento avergonzado, pero no te voy a olvidar otra vez, querida niña. Te doy mi palabra. ¿Podrás disculparme, por un momento? Y seguiremos siendo buenos amigos para toda la vida, ¿verdad?
—Sí, de verdad que sí. No sé cómo pudo olvidarlo. Debe ser muy olvidadizo, pero yo también lo soy a veces. De todos modos, puedo perdonarlo sin ningún problema, pues creo que usted quiere ser bueno y hacer bien las cosas, y creo también que es muy bondadoso..., pero tiene que darme un abrazo, como hace papi. Hace frío.
—Te daré todos los abrazos que quieras, linda amiguita, y serás mi vieja amiga para siempre, de aquí en adelante, ¿no es cierto? Me recuerdas a mi hija cuando era niña. Ya no lo es, pero era amable, dulce y delicada como tú. Tenía tu encanto, pequeña hechicera, tu irresistible y dulce confianza en los amigos y en los extraños por igual, esa confianza que somete a voluntaria esclavitud a todo aquel que reciba su precioso halago. Solía quedarse en mis brazos, como lo haces tú ahora, y alejaba con su encanto el cansancio y las preocupaciones de mi corazón, y le daba paz, como lo haces tú ahora. Éramos camaradas e iguales, y compañeros de juego. Hace ya mucho tiempo que desapareció y se desvaneció ese agradable paraíso, pero tú me lo has traído de nuevo. ¡Recibe por ello la bendición de un hombre agobiado, pequeña criatura, tú que soportas el peso de Inglaterra mientras yo descanso!
—¿La quería usted mucho, mucho, mucho?
—Ah, a ver qué opinas: ella daba órdenes y yo obedecía.
—Creo que usted es encantador. ¿Quiere darme un beso?
—Con gusto... y, además, lo considero un privilegio. Toma... Éste es para ti, y éste es para ella. Sólo me lo pediste y podrías habérmelo ordenado, porque la representas, y lo que mandas, debo obedecer.
La niña aplaudió encantada ante la idea de esa gran promoción, y entonces oyó un ruido cercano, el paso fuerte y regular de hombres marchando.
—¡Soldados, soldados, general! ¡Abby quiere verlos!
—Los verás, querida, pero espera un momento. Tengo que encargarte una misión.
Entró un oficial e hizo una profunda reverencia.
—Ya llegaron, Alteza —anunció, volvió a hacer una reverencia y se retiró.
El jefe de Estado le dio a Abby tres pequeños discos de cera, dos blancos y uno rojo subido: pues esta misión sellaría la muerte del coronel al que le tocara el rojo.
—¡Ah, qué lindo disco rojo! ¿Son para mí?
—No, querida niña. Son para otros. Levanta la punta de esa cortina, allí, que oculta una puerta abierta; crúzala y vas a ver a tres hombres en fila, de espaldas a ti y con las manos atrás..., así..., cada uno con una mano abierta... igual que una taza. Pon una de estas cosas en cada una de las manos abiertas, y luego regresa a donde estoy yo.
Abby desapareció detrás de la cortina, y el regente se quedó solo.
—Sin duda —dijo, piadosamente—, se me ha ocurrido ese buen pensamiento durante mi estado de perplejidad, y me lo ha enviado Él, que siempre está presente para ayudar a los que vacilan y buscan Su auxilio. Él sabe dónde debe recaer la elección, y ha enviado a Su mensajero libre de pecado para que se cumpla Su voluntad. Otro se equivocaría, pero Él no se equivoca. Los caminos del Señor son maravillosos y sabios... ¡Bendito sea Su santo nombre!
La pequeña hada cerró la cortina tras ella y se detuvo un instante para examinar con curiosidad y avidez el mobiliario de la cámara nefasta, las rígidas figuras de la soldadesca y los prisioneros. Entonces se le iluminó la cara de alegría, y se dijo: «¡Caramba, uno de ellos es papi! Reconozco su espalda. ¡Le voy a dar el más bonito!» Se acercó contenta y dejó caer los discos en las manos abiertas; luego se asomó por debajo del brazo de su papá, levantó el rostro sonriente y exclamó:
—¡Papi! Mira lo que tienes. ¡Te lo di yo!
El padre le echó un vistazo al regalo fatal, cayó de rodillas y, en un paroxismo de amor y compasión, estrechó contra su pecho a su inocente y pequeño verdugo. Los soldados, los oficiales, los prisioneros en libertad, todos se quedaron paralizados por un instante ante la enormidad de la tragedia. Pero entonces la conmovedora escena les rompió el corazón, se les llenaron los ojos de lágrimas y lloraron sin pudor. Durante unos minutos, hubo un silencio profundo y reverente. Luego el oficial de la guardia se adelantó, de mala gana, y tocó al prisionero en el hombro, mientras le decía, con suavidad:
—Me apena, señor, pero el deber me lo ordena.
—¿Ordena qué? —preguntó la niña.
—Tengo que llevármelo. Lo siento mucho.
—¿Llevárselo? ¿Adónde?
—A..., a... ¡Dios me ayude! A otro lado de la fortaleza.
—Pero no puede. Mi mamá está enferma y voy a llevarlo a casa. —La niña se soltó, trepó sobre la espalda de su padre y le pasó los brazos alrededor del cuello—. Abby ya está lista, papi. Vamos.
—Mi preciosa niña, no puedo. Debo irme con ellos.
La niña saltó al suelo y miró a su alrededor, perpleja. Entonces corrió hacia el oficial, pegó una patada en el suelo, indignada, y le gritó:
—Le dije que mi mamá está enferma, y debería escucharme. Suéltelo. ¡Debe hacerlo!
—Ay, pobre niña. Ojalá Dios me lo permitiera, pero realmente debo llevármelo. ¡Atención, guardias! ¡En fila! ¡Armas al hombro...!
Abby desapareció como un rayo.
No tardó en regresar, arrastrando al general de la mano. Ante aquella formidable aparición, todos los presentes asumieron la posición de firmes, los oficiales hicieron el saludo y los soldados presentaron armas.
—¡Deténgalos, señor! Mi mamá está enferma y necesita a mi papá. Les dije que lo soltaran, pero no me escucharon ni me hicieron caso, y se lo están llevando.
El general se quedó inmóvil, como aturdido.
—¿Tu papá, hija mía? ¿Él es tu papá?
—Pero por supuesto. Siempre lo ha sido. ¿Acaso le hubiera dado el lindo disco rojo a otro, cuando quiero tanto a mi papi? ¡No!
Una expresión de horror transfiguró la cara del regente.
—¡Que Dios me ayude! —exclamó—. ¡Por culpa de las artimañas de Satanás he cometido el acto más cruel que puede cometer un hombre! Y no tiene remedio, no tiene remedio. ¿Qué puedo hacer?
Angustiada e impaciente, Abby exclamó:
—¿Por qué no les dice que lo suelten? —y empezó a llorar—. ¡Dígales que lo hagan! Usted me dijo que diera órdenes, y ahora, la primera vez que le ordeno que haga algo, no lo hace.
Una luz suave iluminó el rostro viejo y arrugado, y el general posó la mano sobre la cabeza de la pequeña tirana.
—Gracias a Dios —dijo— por esa promesa impensada, ese accidente que nos ha salvado, y gracias a ti, inspirada por Él, por recordarme mi juramento olvidado. ¡Ah, niña incomparable! Oficial, obedezca sus órdenes..., ella habla por mí. El prisionero está perdonado. ¡Déjelo en libertad!

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